martes, 22 de julio de 2014

Terapia de bar

Terapia de bar




Cada molécula de segundo, sin compartir con vos, es el ápice de mis frustraciones  tendiente a atiborrar con apatía los intersticios inmanentes de mis sentimientos”.


Escribió Enrique, sobre un papel  que encontró en el bolsillo de su jean esclerótico (gastado como su propia vida). Un recuerdo sobrevoló su rostro, aquel día, como un B 29 sobre el cielo japonés. Contaminado de rencores, dejó caer la punta del lápiz, bombardeó el suelo oriental del papel y expresó la comedia de su pesar.


Este espacio imita la tonalidad hospitalaria -  blanco de azúcar impalpable - es amarga, sin textura, como la nieve sobre un techo de chapa. Aquí estoy, combatiendo contra las palabras, en una suerte de locura esporádica, juntándolas como el cemento junta las hojas de los arboles al caer. ¿Sabías, que las plazas se arrugan en otoño, que los niños olvidan de jugar, que los juegos  hospedan al viento, que miro el gris del cemento tan vivo como un cementerio de ciudad? Soy lúgubre, como la abadía de un pueblo que sabe callar”.


Lúgubre como una abadía de un pueblo que oculta sus miserias en un confesionario, así se describió Enrique - sentado en un taburete, apoyando su semblante sobre la barra del bar. Bebía sorbos de cerveza, como un errante que encuentra agua en el desierto.
La soledad festeja la ausencia de alegría en las caras de los personajes habituales del lugar. Y Quique, juega con su lápiz en una danza irracional. Lo que él pretende es vaciar las escaramuzas guardadas en su memoria de oro. Escribe, borra, se enfada con su limitada capacidad para articular las oraciones.


El sol es mentira, en los ojos de mis recuerdos, y se desangra en las heridas de la tarde que acaece. Se presenta la noche. La oscuridad posee las facultades para invadir los campos, las ciudades y las bases que me mantienen sobrio. ”


 Su vida fragmentada cobra sentido en la atmósfera perfumada de rusticidad descrita en un papel. Las palabras atraen la luz del día. Enrique lleva un trozo de su vida en el bolsillo. Envuelve sus palabras, hace un bollito y las desecha. Se termina la sesión. Se retira del bar. Mañana habrá de escribir otra historia.  

Daniel Burkett




jueves, 3 de julio de 2014

Desvinculación


Desvinculación





“El barba” a la izquierda, sus hombros cansados, a su lado, la pureza del alma manchada por una caja de ebria cordura. En la estación, sucumbe el canto pueril de un embrionario Lutero alcoholizado. En un costado, las arrugas pintadas al oleo, decoran el agitado andén de la estación José C. Paz. Él observa de soslayo el murmullo desolado de migajas andantes. Detiene su mirada, en el ritmo contagioso del andar rutinario, que acelera los pasos de aquellos negados, que se tropiezan, que avanzan con torpeza entre el vaivén de los cuerpos mortales. Desplegados en esa cárcel, que traslada desencantos, los movimientos coordinados de la multitud, lo perturban. Luego, el mundo se detiene, él se baja y logra evadir la tiranía ferroviaria. Se repliega calle abajo. La fuerza inmanente de la costumbre lo guía, lo desgasta, le inyecta displacer en sus arterias. Al rato, él se encuentra anclado en la parada del transporte, mientras los clérigos provocan caos en la muchedumbre buscando dioses de papel -esa es la liturgia de todas las noches, monjes buscando su comida en los bolsillos miserables de un harapiento espectador- la atmósfera se entrelaza al tabaquismo de la avenida y él perfuma su carne con aroma a ciudad. Más tarde, la meta se presenta como un juguete a estrenar. Retorna con certezas que lo empujan a retornar. Así regresa con sus viseras, nervios y huesos desgatados, mutilados violentamente por el látigo del reloj. En resumen, ansiedad, risas, malabares, naranjazos en el suelo, todo y nada. Su fin, regresar al sitio de donde nunca partió. Él es un transeúnte de un camino circular, espectador de su propia ruina. Sin embargo, regresa, cultiva el espacio, avanza, no retrocede, se obstina, lucha. Su pensamiento lo eyecta, lo transporta, lo desvincula del engranaje automatizado del ritmo -genocida- cotidiano. 



Escrito por Daniel Burkett